
Ficha Técnica
Es época de las fiestas de San Pelayo, Córdoba, y con ellas una nueva edición del Festival Nacional del Porro, creado en 1977 como parte de las celebraciones del bicentenario del municipio. Pero más allá de la efeméride, lo que se activa en estos días es una memoria sonora territorial.
El porro pelayero —también llamado porro palitia’o— emerge en San Pelayo a comienzos del siglo XX, en el contexto de las bandas civiles de viento del Caribe cordobés. Según el investigador William Fortich (1994), la Banda Ribana fue formada en 1906 por Primitivo Paternina Olivero, y dio lugar a otras agrupaciones como la Banda Bajera (circa 1918) y la Banda Central (1925), que consolidaron una tradición musical comunitaria. Su estructura se distingue por la sección de clarinetes —la bozá— acompañada por el paliteo del bombo, en compás binario y cíclico.
Diana Montoya, etnomusicóloga, ha documentado el porro como fruto de un mestizaje musical: reúne gaitas indígenas de la región de Cartagena, patrones rítmicos de raíz africana vinculados al bajo Sinú, y la instrumentación europea de las bandas militares del siglo XIX. Esta confluencia dio origen a una música colectiva, ligada a celebraciones religiosas, campesinas y funerarias.
Durante la llamada “época dorada del porro”, entre los años 40 y 70, orquestas como Pedro Laza y sus Pelayeros, Lucho Bermúdez o Pacho Galán llevaron el género a los circuitos comerciales. Pero en San Pelayo, el porro se sostuvo como práctica viva y comunitaria. No se aprende en conservatorios ni se transmite en partituras: se incorpora por oído, en el ensayo colectivo y en la repetición encarnada.
Como ha mostrado el antropólogo Peter Wade (2000), la música ha sido clave en la construcción de raza y nación en Colombia. El porro, lejos de pedir permiso, reafirma su derecho a sonar, a recordar y a existir en sus propios términos.
Por: Laura Vera Jaramillo