Carnaval de Riosucio: la tierra del Diablo | Señal Memoria

Riosucio: la tierra del diablo
Publicado el Jue, 26/06/2025 - 09:22 CULTURA Y SOCIEDAD
Riosucio: la tierra del diablo

En un pueblo del occidente colombiano, una figura del diablo cargada de sentido recorre las calles entre música, sátira y procesiones. Al final, arde. Este artículo explora cómo un ritual festivo, lejos de ser solo folclor o devoción, se convierte en un lenguaje colectivo para tramitar tensiones históricas y sociales. Una lectura desde la antropología del rito, la crítica y la memoria.

Cada dos años, en Riosucio, Caldas, se arma un Diablo y se le prende fuego. Este acto ritual no representa al mal ni busca purificarlo: encarna una forma colectiva de procesar el conflicto sin negarlo. A través del carnaval, la comunidad transforma la tensión histórica en símbolo, cuerpo y rito, y organiza el desacuerdo como parte de su identidad compartida. La figura del Diablo recorre el pueblo entre cantos, danzas y sátira, hasta su quema final: un gesto que tramita el exceso para abrir paso a una nueva etapa.

El Carnaval del Diablo no responde a la lógica del espectáculo ni a una religiosidad doctrinaria. Es un dispositivo ritual para gestionar el tiempo, la diferencia y el orden simbólico. Este artículo propone una lectura antropológica de la quema como mecanismo de reinscripción crítica del conflicto: una forma de elaborar, más que de clausurar, lo que nos divide.

El territorio del Diablo

Riosucio nació en 1819 como resultado de la unión forzada entre dos poblaciones vecinas y enfrentadas: San Sebastián de Quiebralomo, de raíz indígena y afrodescendiente, y Nuestra Señora de La Montaña, de tradición criolla y eclesiástica. La fusión, impulsada por los curas José Ramón Bueno y José Bonifacio Bonafont, no resolvió el conflicto: lo ritualizó. El carnaval se volvió el escenario donde la diferencia se representa sin anularse. La primera versión del carnaval —entonces llamada “diversión matachinesca”— se celebró en 1847, y desde entonces, el Diablo se convirtió en figura central. No como símbolo del mal, sino como una forma de figurar lo irreconciliable. En 1915, su efigie fue institucionalizada como ícono del carnaval bienal, eje de la crítica, la sátira y la memoria.

Desde la antropología, el Diablo es una figura liminar, en los términos de Victor Turner: ocupa el umbral entre el orden y su suspensión, entre lo legítimo y lo disonante. Su máscara cambia en cada edición; su cuerpo efímero y procesional acumula gestos, tensiones y voces de cada ciclo. Como plantea la antropóloga Nathalia Cárdenas Flórez, el Diablo no se repite: se reinterpreta según los climas políticos, afectivos y culturales de cada época. Cumple una función ritual: es un artefacto simbólico que condensa el conflicto y lo vuelve representable. Su persistencia mantiene visible la diferencia para sostenerla desde lo simbólico.

Quemar al Diablo

La efigie del Diablo —construida en madera, cartón, tela y pólvora— marca un rito de paso con fuerte carga temporal. Siguiendo a Van Gennep y Turner, puede pensarse en tres fases: primero, es llevado en cortejo a la plaza mayor, acompañado por chirimías y versos críticos, mientras las cuadrillas canalizan el exceso expresivo del carnaval y cargan su figura de sentido. Luego, durante la quema, se impone el silencio; el orden habitual se suspende y lo que arde no es solo una figura, sino todo lo que la comunidad ha decidido entregar simbólicamente. Este momento liminar, que Turner llama communitas, abre un espacio donde emerge otra forma de estar juntos. Finalmente, cuando el fuego se extingue, la vida cotidiana retorna bajo nuevas claves: las relaciones se reordenan, la memoria se reactiva y la comunidad se reconfigura.

Esta lectura se amplía en la investigación de Laura Blanco Rengifo, quien propone entender el Carnaval de Riosucio como un espacio de paz agonística y corporal, donde la tensión entre diferencias no se suprime, sino que se canaliza en formas rituales de encuentro. A través del cuerpo, la sátira y la acción colectiva, el carnaval activa un lenguaje que permite hacer visible el conflicto sin romper los lazos comunitarios. En su trabajo, esta autora muestra cómo la figura del Diablo no solo representa la disonancia, sino que se convierte en un agente de reorganización afectiva y política. La comunidad no evade el conflicto: lo encarna y lo transforma en experiencia compartida. Este enfoque refuerza la lectura de la quema como un acto de elaboración colectiva: no se trata de destruir lo indeseado, sino de procesarlo como parte del tejido social.

Como recordaba Mary Douglas, el ritual no elimina el peligro: lo canaliza para volverlo gobernable. En Riosucio, quemar al Diablo no resuelve el conflicto, lo transforma. Su figura opera como regulador simbólico en tres niveles: en lo temporal, cierra un ciclo y anticipa otro; en lo identitario, condensa una memoria colectiva; y en lo político, permite tramitar tensiones sin negarlas. No se quema el mal, sino su forma representada: aquello que debe desaparecer para poder volver. Entonces, mientras Douglas advierte que el ritual convierte el peligro en forma, Blanco analiza cómo esa canalización se hace cuerpo, acción y encuentro situado.

Comunión, memoria y pedagogía

A lo largo del carnaval, la chirimía —con sus flautas, bombos y redoblantes— marca un ritmo que desborda lo festivo: es código compartido, señal de permiso, condición sonora del exceso. Junto a ella, los decretos matachinescos y los versos críticos crean un clima de burla ritualizada, donde lo que normalmente no puede decirse se vuelve posible. Este tono satírico constituye una zona de excepción discursiva, en la que la crítica se vuelve parte del juego colectivo. En esa performance, se tramitan tensiones y se ensayan otras formas de decir, de juzgar y de observar lo común.

Las cuadrillas son el corazón expresivo de la fiesta. En ellas, se cruzan la sátira política, la poesía popular y la historia local. Cada grupo produce sus propios versos y movimientos: crítica social y celebración popular conviven en escena. Como ha documentado la socióloga Nathalia Cárdenas Flórez, este archivo oral y corporal es la columna vertebral del carnaval.

La participación de niñas, niños, jóvenes y personas mayores en semilleros, talleres y cuadrillas escolares reafirma su dimensión pedagógica. Carlos Uribe Tobón ha descrito este fenómeno como una “pedagogía de la diferencia”: el carnaval no busca homogeneizar, sino enseñar a simbolizar la tensión y a convivir con ella sin resolverla del todo.

Apuntes finales

Llamar a Riosucio “la tierra del Diablo” no es una frase folclórica. Es afirmar que aquí el conflicto no se niega ni se aplaza: se celebra, se ordena y se convierte en forma. La figura del Diablo —efímera, pero ritualizada— reinscribe las fracturas históricas sin anularlas. Lo que se entrega al fuego no es un enemigo, sino el gesto mismo de sostener el desacuerdo como parte del orden común.

Por: Laura Vera Jaramillo

Fecha de publicación original Jue, 26/06/2025 - 09:22