Democracia y violencia en Colombia | Señal Memoria

Después de Neerlandia: democracia y violencia en Colombia
Publicado el Sáb, 16/08/2025 - 12:54 HISTORIA Y COYUNTURA POLÍTICA
Después de Neerlandia: democracia y violencia en Colombia

A lo largo de su historia, Colombia ha alternado pactos de paz con prácticas que perpetúan la exclusión y la violencia política. Más que una interrupción de la vida democrática, la violencia ha operado como un regulador del juego político, determinando quién puede participar y quién queda fuera de la arena pública. La Constitución de 1991 abrió un horizonte de derechos y participación, pero su aplicación sigue limitada por estructuras históricas de poder y coerción. A partir de documentos de archivo, este artículo examina cómo el país ha normalizado la eliminación del adversario como forma de resolver el conflicto político.

“El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos (…) Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento (…) Pasó por todo eso sin perder el juicio, pero perdió el entusiasmo y la voluntad de vivir cuando firmó la capitulación de Neerlandia y se dio un tiro en el pecho con una pistola de chispa.” — Gabriel García Márquez, Cien años de soledad

En Cien años de soledad, Gabriel García Márquez retrata a Aureliano Buendía como un hombre que sobrevive a la guerra, al fusilamiento y al exilio, pero que se quiebra tras firmar la capitulación de Neerlandia. Y quizás, no porque añore la violencia, sino porque el mundo que lo rodea no sabe existir sin ella.

Ese gesto literario, a medio camino entre la resignación y la lucidez, resuena como pregunta histórica: ¿qué lugar ocupa el conflicto en la construcción de lo común? ¿Qué violencias hemos aceptado como parte del juego político?

En enero de 1991, el registro audiovisual documentó la llegada de Diana Turbay al Hospital General de Medellín, después de casi seis meses de cautiverio a manos de Los Extraditables, el aparato armado del Cartel de Medellín para frenar la extradición de capos hacia Estados Unidos. Turbay —periodista en ejercicio, directora de Hoy x Hoy, e hija del expresidente Julio César Turbay Ayala— había sido secuestrada en agosto de 1990 bajo el pretexto de entrevistar a un líder guerrillero ficticio, en una operación diseñada para aumentar la presión política contra el gobierno de César Gaviria. Murió durante un operativo de rescate, en un episodio que puso en evidencia cómo los actores armados ilegales podían instrumentalizar la violencia contra figuras públicas y periodistas como parte de su estrategia de negociación y coerción. Entonces, ¿hasta qué punto la violencia ha alterado los cauces políticos del país?

 
Sánchez, Julio (Director). (1991). Acto de clausura de la Asamblea Nacional Constituyente. [Programa institucional]. Colombia: Inravisión. Archivo Señal Memoria, BTCX30 009230.

Es así que, en Colombia, la violencia no solo irrumpe; también se administra y regula, convirtiéndose en un mecanismo que define quién participa y quién queda fuera de la vida pública. Volver a estos documentos de archivo —noticieros, discursos, campañas interrumpidas, funerales de líderes políticos— revela un patrón inquietante: una democracia que ha cohabitado la violencia.

Democracia, antagonismo y violencia

Frente a la imagen pacificada de la democracia liberal, la filósofa belga, Chantal Mouffe plantea un giro crucial: el conflicto no es un accidente, sino la condición constitutiva de la democracia. Toda democracia real nace del desacuerdo, de la confrontación entre proyectos incompatibles.

La autora propone un modelo de democracia agonística: un orden que no suprime el antagonismo, sino que lo canaliza a través de marcos institucionales, simbólicos y afectivos que permitan disputar sin aniquilar. Eso quiere decir que, no todo desacuerdo puede resolverse, pero sí sostenerse sin violencia.

En Colombia, esta posibilidad ha sido frágil. El antagonismo histórico pocas veces ha encontrado cauces democráticos estables; el disenso y la amenaza han sido categorías intercambiables. A lo largo del siglo XX y XXI, la respuesta frecuente ha sido la exclusión, la estigmatización y, en demasiados casos, la eliminación física.

En las imágenes de campaña de 1986, Jaime Pardo Leal aparece liderando una candidatura que representaba una convergencia inédita entre sectores de izquierda y movimientos sociales. La Unión Patriótica, como partido político, fruto de los acuerdos de paz de 1984 entre el gobierno de Belisario Betancur y las FARC, irrumpió en la competencia electoral con un resultado sin precedentes con un tercer lugar en las presidenciales. 

Sin embargo, esa apertura democrática fue seguida por una de las campañas de violencia política más sistemáticas en la historia reciente: el asesinato de Pardo Leal en 1987 marcó el inicio de un exterminio sistemático contra la militancia de la UP, reconocido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos como responsabilidad internacional del Estado. Este patrón muestra cómo, en Colombia, la apertura política hacia nuevos actores ha sido, con demasiada frecuencia, respondida con su eliminación física. 

Programar Televisión (Productor). (1986). Elecciones 1986, Unión Patriótica. [Noticiero]. Colombia: Programar Televisión. Archivo Señal Memoria, UMT-217494.

Afirmar que el conflicto es inherente a la democracia no implica naturalizar su expresión violenta. Como advierte Étienne Balibar, una democracia que no gestiona el antagonismo con justicia corre el riesgo de volverse autodestructiva. El conflicto que no encuentra forma política degenera en violencia, no solo contra cuerpos concretos, sino contra las instituciones y la posibilidad de imaginar un mundo compartido.

Como ha planteado la socióloga María Teresa Uribe, en Colombia, la guerra no aparece como interrupción de la política, sino como una forma histórica —y persistente— de tramitar el antagonismo.

Tramitar el conflicto, imaginar otra democracia

La Constitución de 1991 emergió en medio de una crisis múltiple: la deslegitimación de las instituciones, la violencia del narcotráfico, el exterminio de la UP y la persistencia de la guerra con varios grupos insurgentes. Su origen estuvo en la Séptima Papeleta, una movilización estudiantil que, desde finales de 1989, canalizó el descontento social hacia la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente. La Asamblea, instalada en 1991, reunió a representantes de partidos tradicionales, movimientos sociales, pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes y exguerrilleros desmovilizados del M-19, EPL y PRT. 

Sánchez, Julio (Director). (1991). Acto de clausura de la Asamblea Nacional Constituyente. [Programa institucional]. Colombia: Inravisión. Archivo Señal Memoria, BTCX30 009230.

El nuevo texto constitucional incorporó un catálogo robusto de derechos fundamentales, mecanismos de participación ciudadana y el reconocimiento de la diversidad étnica y cultural como principios del Estado. Sin embargo, la implementación ha estado condicionada por las mismas estructuras históricas que buscaba transformar.

La tensión política ha sido de larga duración. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 y la violencia que le siguió; el exterminio de la Unión Patriótica; la persecución y asesinato de líderes sociales y ex combatientes en el posacuerdo con las FARC en 2016. En todos los casos, el disenso fue expulsado no mediante debate, sino mediante eliminación. Estos hechos no son anomalías en un sistema sano, sino expresiones de una forma histórica de gobernar el conflicto.

Superar esta lógica exige algo más que reformas institucionales. Una democracia viva no teme al desacuerdo; lo necesita pra renovarse. Tramitar el conflicto no es una técnica, sino una apuesta ética y política: sostener el antagonismo sin traducirlo en violencia, y reconocer que lo que incomoda puede ser precisamente lo que revitalice el orden democrático. Esto implica marcos institucionales sólidos, pero también transformaciones culturales: en la vida cotidiana, en las escuelas, en las maneras en que nos relacionamos con los “otros” —con todo lo que ello implica y puede convocar en términos de memoria, identidad, reconocimiento, diversidad.

La pregunta, entonces, no es si queremos una democracia que aspire a la unanimidad, sino si estamos dispuestos a sostener el disenso sin convertirlo en eliminación física o simbólica.

Volver a Neerlandia

En Cien años de soledad, Neerlandia no es solo una capitulación: es el momento en que un hombre descubre que la paz, en su contexto, no inaugura un tiempo nuevo, sino que anuncia otro tipo de vacío. 

Por eso, más que restaurar una confianza perdida, el desafío es redefinir qué entendemos por democracia: una que no necesite borrar al adversario para sostenerse, que vea en el conflicto la prueba de que sigue viva. Construirla será una tarea de largo aliento y que exige una apuesta y compromiso colectivo. Solo así el gesto de Neerlandia dejará de ser metáfora de resignación y podrá convertirse en el punto de partida de un país que, por fin, aprenda a existir sin guerra.

Por: Laura Vera Jaramillo

Fecha de publicación original Sáb, 16/08/2025 - 12:54