La historia de horrores de la Casa Arana | Señal Memoria

Etnocidio en el Amazonas
Publicado el Mié, 10/10/2012 - 04:50
Etnocidio en el Amazonas

Así como en el mito griego Pandora decide abrir la caja donde se guardan todos los males del mundo, indígenas de distintas etnias, en su mayoría Uitoto, decidieron que 100 años después, era hora de destapar el canasto que contiene los recuerdos de lo que vivieron entre 1900 y 1932 en las caucheras de La Chorrera, Amazonas.

La historia oculta

Los 22 pueblos indígenas que habitan la zona fueron sometidos hace más de 100 años a torturas, asesinatos, masacres, castigos y otras atrocidades por parte de empresarios caucheros. El industrial peruano Julio César Arana y la empresa británica Peruvian Amazon, que operaban en la región comprendida entre los ríos Putumayo y Caquetá encabezaban la lista de verdugos. Cuando estos hechos se conocieron y se cerraron las caucherías, los indígenas acordaron guardar lo que sentían en un canasto para poder reconstruir sus vidas sin el peso de la tristeza y el dolor. 

Sacar del olvido todos estos recuerdos cargados de dolor, rabia, oscuridad y tristeza no es fácil, y por esto las familias se prepararon a través de reuniones en la maloca para definir cómo destaparían el canasto en el marco de la Semana por la Memoria. Delegaciones indígenas de Araracuara, Perú, Brasil, y Colombia, con familias que escaparon o sobrevivieron al etnocidio, ha permitido que Uitotos, Mirañas, Boras, Andaquíes, Ocainas, Muinanes, Nonuyas, y grupos de las etnias Murui-muinane, Carijona, Yucuna, Cabiyarí, Inga, Siona, y Letuama, entre otros, compartan sus experiencias, socialicen sus planes de vida y se preparen a través de actividades espirituales y religiosas.

Destapando el canasto

En su momento el Archivo Señal Memoria se unió a este “acto de memoria” a través de algunos audios que hicieron parte de una exposición itinerante, apoyada también por el Departamento de Antropología de la Universidad Nacional y el Centro de Memoria Histórica.  La idea fue visibilizar y reconocer a los indígenas de la Amazonía.  Se destapa el canasto de la tristeza, no para llorar ni hacer juicios por los casi 30 mil indígenas exterminados. Se destapa el canasto para que a esta región llegue la abundancia. 

Los audios del etnocidio

Estos son los audios que recorrieron el país en 2012, para conmemorar los 100 años del etnocidio:

 
 
Antes de que llegaran los blancos, en el Caquetá y el Putumayo habitaba más de una docena de pueblos indígenas: uitotos, kamentsáes, mocoas, andokes, mirañas, boras, sionas, macaguajes, inganos y otras varias sociedades, como la andakí, que parecen haber desaparecido sin dejar huella antes de 1900.  

No obstante, los taitas y sabedores de varias comunidades dicen que aún hoy en día se comunican, a través de sus viajes de conocimiento, con grupos que optaron por vivir selva adentro, sin ningún contacto con el mundo exterior, justamente para huir de lo que el blanco llamó la “civilización”.

La llegada de los blancos y su “civilización”

Los españoles entraron al Putumayo hacia 1550. Entonces su interés principal estaba en hacer presencia militar, política y religiosa contra los portugueses que también iban ingresando en la Amazonía. Intentaron extraer oro, con poco éxito, y montar misiones católicas que dependían de la orden franciscana establecida en Popayán. 

Las misiones, en cambio, influyeron, casi desde su llegada, en la transformación de las sociedades indígenas. Trajeron mercancías e impusieron no sólo una religión distinta, sino cambios en su forma de organizar el espacio, en sus relaciones familiares, políticas y económicas. Tampoco pasó mucho tiempo para que bandas de aventureros desde el Brasil ingresaran al territorio a cazar esclavos.

Pero sólo fue hacia 1870 que la presencia blanca se hizo creciente y continua. Primero fue en busca de la quina, luego del caucho. Ni siquiera con el exterminio de miles de habitantes concluyó la explotación de la zona. Cuando el caucho dejó de ser rentable, vinieron las maderas, el tigrilleo, la marihuana, la coca ...y otra vez el oro. 

Mientras tanto, los grupos indígenas del Putumayo que sobrevivieron a los españoles y a la cauchería, aprendieron de la experiencia y volvieron a organizarse, aunque para hacerlo tuvieron que cambiar muchas cosas de su mundo; en algunos casos, volver a nacer.  Y por eso mismo, hoy en día hablan de “Nuevas caucherías” cuando nuevos proyectos de extracción, legales o ilegales, amenazan el territorio.

 
 

La historia del caucho en la Amazonía

La demanda internacional de caucho inició cuando en Europa y Estados Unidos se perfeccionó el proceso de vulcanización, que volvía al material más elástico y duro, y resistente al frío y al calor. Con ello, el caucho empezó a utilizarse para hacer ropa y botas impermeables, para recubrir cables conductores de electricidad y de sonido. Para fabricar neumáticos: primero de bicicleta y luego de automóvil. El caucho se volvió fundamental para las industrias, para los viajes, para las comunicaciones y la vida cotidiana. Y por supuesto, se hizo necesario para la guerra; para los uniformes, las armas y los transportes militares. 

Pero caucho no había en Europa. Por eso se establecieron enormes plantaciones en África, en el Congo, donde la esclavitud y la barbarie fueron casi tan terribles como en el Putumayo. Al mismo tiempo, empezaban las grandes empresas de goma en la Amazonía. Como Gran Bretaña quería tener sus propios cultivos, y así controlar su producción sin tener que comprarle a nadie el caucho, comisionó a un espía para que robara 70000 semillas en el Brasil, para luego llevarlas a Londres y de allí transplantarlas en sus colonias de la Malasia.

El caucho y los indígenas de la Amazonía

Cuentan varias versiones de los abuelos indígenas, que la llegada definitiva de los blancos a la región del Putumayo estuvo marcada por el arribo de las mercancías. Según algunos sabedores, estas mercancías, que incluían hachas, sombreros, perfumes, agujas, anzuelos y luego armas de fuego, se obtenían en el Oriente, usualmente luego de un largo viaje y después de haber entregado a cambio a un hijo o una hija. 

A veces, esas mercancías eran un voraz Jaguar que devoraba todo lo que iba encontrando a su paso. Y tras las mercancías venían los caucheros: los objetos que traían terminaban siendo embrujamientos; eran enfermedad y artículos para esclavizar, y por eso implicaban el sacrificio de un hijo para adquirirlas. Por eso también se iban comiendo a la gente, como un Jaguar.  Entre los alrededores de 1880 y 1914, la cauchería cobró más de treinta mil vidas indígenas. No en vano, en la memoria de varios pueblos amazónicos a los caucheros se les recordó como los “quemadores” o los “carroñeros”.

 
 

La Casa Arana y el caucho 

“Los escándalos del Putumayo” estallaron cuando, en 1909, una publicación inglesa dio a conocer las denuncias de un ingeniero estadounidense que aseguraba haber sido secuestrado por agentes de la Casa Arana y testigo de terribles atrocidades contra los indios. Entonces vino a conocerse al Putumayo como “El Paraíso del Diablo”, y en las páginas de la revista se revelaba cómo esta compañía peruana contaba con una Junta Directiva británica y se servía de capataces negros, traídos desde la isla caribeña de Barbados (que entonces hacía parte del Imperio Británico), para cometer sus torturas y asesinatos. 

Fue así como el gobierno del Reino Unido ordenó en 1910 que se adelantara una investigación en el terreno, comisionando para ello al cónsul Roger Casement. Fruto de su viaje y sus averiguaciones por todas las estaciones caucheras, Casement produjo en 1912 lo que vino a conocerse como el Libro Azul del Putumayo, que fue fundamental para obligar a Arana y sus socios a detener su política de exterminio. 

Colombia y la comunidad internacional en el negocio del caucho

Para entonces, los gobiernos de Colombia, Perú y Estados Unidos, así como la Santa Sede, se sumaron al clamor contra el holocausto amazónico. De hecho, Colombia presentó su propio Libro Rojo, que aumentaba la acusación, agregando los testimonios de muchos caucheros blancos que igualmente se reconocían como víctimas de los peruanos. 

Pero esta no fue la única historia de lucha contra la cauchería. Incluso desde antes de que en el mundo blanco se tuviera consciencia de los crímenes allí perpetrados, muchos pueblos y comunidades indígenas opusieron resistencia. En algunas ocasiones, los sabedores usaron su conocimiento mágico para conjurar a los invasores; en otras, grupos enteros se negaron a seguir recolectando goma para sus “patrones”. 

Bien sabían que el costo de ello era la muerte atroz o el suicidio colectivo, o huir hacia las profundidades de la selva. Otras veces, varios grupos se aliaron bajo el mando de algún líder valiente y astuto como Katenere, que era capitán bora, o Yarocamena, que según unos era capitán andoke y, según otros, era uitoto. Ellos se alzaron en armas contra los agentes de Arana y verdaderamente lograron infundirles miedo, así hubieran pagado su rebeldía con la vida propia y la de su gente. 

De todas maneras, fue el espíritu de todos ellos el que inspiró a los sobrevivientes del exterminio a reorganizarse y renacer como gente, y mantener viva la Palabra de la coca y el ambil.  

 
 

El fin de la Casa Arana

La agencia peruana y otras caucheras tuvieron presencia en el Putumayo hasta los años 30 del siglo pasado, aunque las atrocidades mayores dejaron de cometerse luego de los “Escándalos” de 1912. Sin embargo, uno de los resultados del nuevo control sobre la cauchería en la región fue que los peruanos deportaran hacia las selvas de su país a más de 6000 indígenas, entre boras, uitotos, andokes, muinanes y ocainas. Muchos de los descendientes de estos expatriados rehicieron su vida en ese nuevo lugar. Pero en el trayecto y durante los años siguientes, muchos siguieron siendo explotados y esclavizados. 

¿Cómo sobrevivieron los indígenas?

Otros aprovecharon el Conflicto de Leticia, también conocido como la Guerra con el Perú (entre 1932 y 1934), para regresar al lado colombiano. Por su parte, las misiones y los internados religiosos, aunque ciertamente cambiaron para mal muchos aspectos de la vida y el pensamiento de los indios, lograron preservar con vida a quienes luego habrían de ser los líderes de las nuevas comunidades, y no sólo eso: les dieron elementos, como la lectura y la escritura, que luego resultaron muy importantes para hacer valer sus derechos.  

En todas estas situaciones, después de la guerra y en los siguientes treinta años, los sobrevivientes de la matanza cauchera optaron por renacer como gente. En algunos casos, renacieron casi desde la nada, como le ocurrió a los andoke del Aduche, que gracias a la visión y el carisma de Yiñeko pudieron refundar su sociedad. 

En otras ocasiones, miembros de un mismo grupo, pero originalmente de distinta maloca o comunidad, se reencontraron para establecerse y hacer sociedad bajo un mismo techo. También ocurrió que, más de una vez, indígenas de distinta proveniencia, que inclusive podían haber sido antiguos enemigos, se pusieron de acuerdo para conformar comunidades multiétnicas. 

Y siempre una cosa fue clara: había que cambiar las leyes ancestrales y reacomodarlas, para que la vida y el mundo volvieran a ser posibles. Para renacer, había que dominar la rabia y había que olvidar.

 
 

¿Por qué recordar el etnocidio?

En la vida de las personas y de las sociedades, recordar es tan importante como olvidar. No en vano, parece ser que nuestra memoria cerebral existe para cumplir con ambas funciones: elimina mucha información que juzga innecesaria para preservar otra que considera fundamental. Pero igualmente, hay tiempos para olvidar y tiempos para recordar. Lo que antes fue mejor que olvidáramos, puede que hoy en día sea sano recordarlo, ya más fuertes o maduros, para aprender de la experiencia. Como sea, a cada quien ―a cada pueblo o a cada persona― le corresponde el derecho a saber cuándo recuerda y cuándo olvida.

Luego del holocausto cauchero, las sociedades indígenas sobrevivientes sabían que para volver a existir, tenían que dominar la rabia y olvidar la tragedia. No era posible renacer si todo el tiempo laceraba el recuerdo del cepo, del chicote, de la maloca incendiada, de los parientes masacrados. Por eso, el recuerdo se guardó en un canasto: el Canasto de la Historia, lo cual era tanto como reconocer que se iba a olvidar ese periodo terrible, pero que, si alguna vez se necesitara, ese recuerdo iba a estar guardado en un lugar conocido. 

Durante mucho tiempo, destapar el Canasto de la Historia ha sido tanto como destapar brujería. Y no es para menos: el recuerdo terrible puede contaminar, puede secar lo que es una vida fértil. Pero igualmente, si se ha dominado la rabia, ese recuerdo ayuda a vivir y asumir el presente.  A las sociedades amazónicas de hoy en día y del futuro les corresponde decidir, a cada una por su cuenta y en colectivo, cuándo es propicio destapar el canasto.

Fecha de publicación original Mié, 10/10/2012 - 04:50